“En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel"
Beatriz y los cuerpos celestes

miércoles, 12 de marzo de 2014

Particularmente

Es cierto que no suelo hablar mucho en este lugar de mis experiencias personales, pero hay una en concreto que me gustaría compartir, porque forma parte de las muchas cosas que he ido aprendiendo a lo largo de mi vida.
Algunos de vosotros sabéis que, aparte de estudiar Filología Inglesa, me dedico a dar clases particulares para ganarme un dinerillo. El verano pasado comencé a sentir la necesidad de contar con un dinero propio que me ayudara pagarme mis gastos para no tener que depender de mis padres. Además, quería estrenarme como profesora y conocer de cerca la experiencia de ayudar a un niño con sus asignaturas. Luego de varios meses pegando carteles por el centro de la ciudad sin descanso, me llamó una señora para que le diera clases de Lengua y Literatura a su hija durante los meses de julio y agosto. Esa fue mi primera experiencia, y la verdad es que no fue del todo mal. No tuve ningún problema durante los dos meses que estuve en esa casa, aunque la niña era muy, pero que muy vaga, todo hay que decirlo.

Entretanto, me llamó otro hombre, pero esta vez la oferta era mucho más jugosa. Quería que le diera clases de Lengua, Sociales e Inglés a sus hijos de trece y quince años. Eso sí, tendría que ir todos los días de la semana. La verdad es que la idea de tener que ir a diario no me hacía mucha gracia, pues no sabía si podría gestionar mi tiempo para organizarme en condiciones y poder estudiar y hacer mi vida al mismo tiempo. Sin embargo, justo entonces mis padres empezaron a verse en apuros económicos aún mayores, y me di cuenta de que era necesario que aceptara. Y acepté. Muchas veces me he llegado a preguntar si hice bien o mal, pero el caso es que esa fue la decisión que tomé en ese momento.

Al principio, todo parecía estupendo. El padre de los chicos era muy educado, yo cobraba un dinero que me permitía ayudar en casa y al mismo tiempo pagarme mis cosas, y los niños eran muy majos. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que algo no marchaba bien. Al estar los padres separados, los chicos no contaban con su apoyo, y eso se notaba. Con esto no quiero decir que los hijos de padres separados estén siempre desatendidos, para nada, pero en este caso en particular eso es lo que ocurría. Aunque ambos niños eran buenos y educados, se notaba que les faltaba la presencia de una figura paterna que les escuchara, orientara y animara. Su padre simplemente se limitaba a comprarles regalos carísimos, llevarles a jugar al padel y darles las buenas noches por Whatsapp. Puede que sus hijos le preocuparan, no digo que no, pero puedo asegurar firmemente que a día de hoy yo sé muchas más cosas de ellos, de sus inquietudes y preocupaciones, que él mismo.

Sin embargo, la despreocupación del padre para con los niños no era algo que me afectaba directamente a mi. Yo me limitaba a hacer mi trabajo, nada más. Pero los problemas vinieron cuando este señor traspasó la delgada línea que existe entre la autoridad y la falta de respeto. Me llamaba a todas horas, y me enviaba mensajes kilométricos en los que me culpaba de que sus hijos no aprobaran las asignaturas. ¿Cómo habrían de hacerlo, si no tenían el más mínimo interés por estudiar? Aunque simpáticos y amables, sus hijos eran vagos como ellos solos, y les costaba la misma vida abrir un libro. No me gusta para nada alardear de mis propios méritos, pero es cierto que durante los seis meses que he estado trabajando en esta casa, me he dejado la piel en que aprueben, sobre todo el mayor, ya que empecé a darle clase exclusivamente a él poco tiempo después. Le explicaba la lección con paciencia y dedicación, y eso que la docencia nunca me ha atraído especialmente. Al mismo tiempo, le enseñé a fuerza de muchas tardes de empeño a elaborar resúmenes y esquemas, a ser disciplinado en el estudio, a entender las lecturas, a comprender el verdadero significado de lo que estaba estudiando, y, sobre todo, a valorar el esfuerzo, que es la clave para que alcancemos todo los que nos propongamos a lo largo de la vida. Sin embargo, "mi niño" no estaba por la labor de aplicarse. Se distraía con una mosca, me contaba batallitas sobre los chinos de su barrio y me pedía consejo sobre las chicas de su clase. Sabía perfectamente que lo que pretendía era perder el tiempo para que no diéramos clase, pero poco después me dí cuenta de que había algo más... Él me contaba todas estas cosas porque necesitaba hablar, porque necesitaba comunicarse con alguien fuera del instituto, y sus padres nunca estaban en casa. Durante medio año he sido su profe de Sociales, Lengua e Inglés, pero también he sido su consejera, la persona que le ha escuchado y que le ha explicado muchas cosas sobre la vida que sus padres deberían haberle contado. Asumí funciones más allá de aquellas que me correspondían porque, a pesar de nuestras muchas broncas después de cada suspenso, sabía que él necesitaba ser escuchado y querido. Y también sabía que ese par de zapatillas relucientes recién compradas que reposaban sobre la cama no le iban a dar el cariño y la comprensión que necesitaba.

Pero su padre nunca entendió nada de esto. Si bien la madre trataba de ser comprensiva y amable conmigo, él se esforzó por hacer todo lo contrario. Creía que por el simple hecho de pagarme -una miseria para todo lo que hacía, por cierto- estaba en su derecho de exigirme, manipularme y acosarme siempre que lo deseara. Y me exigía, literalmente, que su hijo aprobara. Yo hacía todo lo que estaba en mi mano, lo puedo asegurar, pero el niño no. Estaba totalmente desconcentrado, no hacía las tareas que le ponía y pasaba la hora y media de la clase mirando a las musarañas, por más que yo tratara de que se centrara. Los que alguna vez le hayan dado clases particulares a un alumno de este tipo sabrán comprenderme. Ahora me he dado cuenta de que ser profesor no es nada fácil, y que tiene un mérito enorme.

Lo cierto es que la extorsión del padre comenzó a convertirse en algo personal. Me hacía sentir infravalorada, inútil, como una marioneta en sus manos. Jamás tuvo en cuenta mis circunstancias personales, y me echó en cara que faltara unos poquísimos días en los que estaba estudiando para mis exámenes de la Universidad y en los que estuve muy enferma. Y digo "muy", porque en esa casa yo me he presentado con gripe, virus de estómago, jaquecas horrorosas y también, por qué no decirlo, con una tristeza muy grande. Porque durante estos meses lo he pasado jodidamente mal por problemas personales, pero cada día, a las cuatro de la tarde, me secaba las lágrimas, cogía fuerzas y me sentaba en la mesita de "mi niño", frente a la ventana, tratando de contribuir en su educación y de intentar salvar las asignaturas a regañadientes.

Durante mucho tiempo pensé en despedirme, pero, ¿cómo hacerlo, si mis padres necesitaban el dinero, si yo misma también lo necesitaba para tomarme un simple café o hacer unas fotocopias? Y aguanté, mucho. Más de lo que debería haber aguantado. Hasta que el padre comenzó a faltarme al respeto de la peor manera, haciéndome encerronas, espiándome para saber si llegaba puntual (jamás he llegado más tarde de las 4 y media), y recriminándome cualquier falta de su hijo que consideraba como mía propia. Llegó a ingeniárselas para echarme sin comunicármelo, haciendo que otra chica fuera a trabajar allí sin decírmelo previamente a mi. Menos mal que otro muchacho que le da clases al hermano pequeño me ayudó, y finalmente nadie me echó. Sin embargo, aquello fue demasiado. Sentí que mi esfuerzo de tantos meses no había servido para nada, porque este señor era incapaz de reconocerlo. Para él yo no soy una persona, sino un robot autómata al que le paga por cumplir sus órdenes. Y no. Soy una chica normal, con sentimientos y con problemas personales, que siempre ha tratado de dar lo mejor de si misma, que se ha dejado la piel en la enseñanza de sus hijos.

Por eso, ayer mismo tomé la decisión de irme, y hoy me he despedido de los muchachos. La verdad es que me ha dado penita, porque ellos no tienen la culpa de que su padre sea así. Ojalá algún día comprendan el valor del esfuerzo, y que el dinero no lo es todo en esta vida, que hay cosas mucho más importantes, como el cariño, el respeto y la superación personal. Que mil camisetas Nike ni chorrocientas videoconsolas superan la satisfacción que se siente al ver que has aprobado ese examen tan difícil... que, finalmente, lo has conseguido.

Puede que mañana mismo se olviden de mi, porque llegará otra pobre muchacha a la que su padre machacará diariamente para que cumpla sus órdenes. Y de veras que lo siento, tanto por los niños como por ella, pero yo ya estoy fuera de este circo. Afortunadamente, no todo ha sido negativo. La relación entre mi alumno y yo ha mejorado considerablemente desde ese primer día en el que no sabíamos muy bien cómo comportarnos, y la experiencia que he adquirido dando clases durante todos estos meses, de lunes a domingo en muchas ocasiones, no me la quita nadie. Ahora me veo más madura, más segura de mí misma y más experimentada. Además, hoy, precisamente hoy, "mi niño" me ha dicho que -¡por fin!- ha aprobado Sociales. Y lo mejor de todo es que lo ha conseguido él solo, porque ha aprendido todo lo que le he enseñado durante este tiempo: él solito se ha sentado a estudiar, ha preparado sus resúmenes y se ha comido ese examen. El progreso que ha experimentado durante este tiempo ha sido muy grande, y el esfuerzo de ambos ha merecido la pena. La satisfacción que siento después de todo es inmensa... y prefiero quedarme con eso. Quizás eso de ser profesora no sea tan horrible, al fin y al cabo. Pero eso de tratar con los padres... ¡peligro! Hay de todo ahí fuera.

No puedo decir que haya sido un placer trabajar con esta gente, pero de lo que sí estoy segura es que, aunque dura, ha sido una experiencia muy importante en mi vida que nunca olvidaré. De eso, padre de mi alumno... puedes estar seguro.